El lenguaje tiene fines meramente estético.

Quiero verte desnuda el día que desfilen los cuerpos que han sido salvados, sobre alguna autopista que tenga infinitos carteles que no digan nada.

sábado, 10 de abril de 2010

La Condená

Quimey por un pueblo cercano, cuando se le acabó el octavo truján, y al sacar el noveno, notó que andaba sin lumbre. Los pulmones sufrían abstinencia, así que prefirió dar una vuelta en redondo y volver a la choza para buscar al encendedor traicionero. Estaba en su camino, rescatando su ausencia perdida en la lagaña que no lo convence para dormir, cuando vio a una señora, de cuarenta y tantos años, estatura mediana, y con un físico risiblemente escuálido, atropellada contra un farol, tirando volutas de tabaco por los aires.

-Disculpe, ¿me daría fuego señora?

-Si querés fuego vení a buscarlo. –Le respondió, con una risa grotesca.

Tenía atractivo, en su adolescencia debe haber sido de una hermosura incalculable (como si la belleza se pudiera calcular). No obstante, el acaecer de vicios, tiempo y suburbio fueron desbarajustando su armonía, dejando una mezcla informe entre la sincronización apolínea y la fatiga biológica del placer con altos aranceles de salubridad. Sin embargo, algo en la cadencia de sus gestos, en el atrevimiento carnal y en su sonrisa espantosa se traslucía en sensualidad y términos soeces. No llegaba a entender muy bien qué era eso que lo atraía al punto de ser avasallado por un deseo insaciable por devorar sus heces y lamer todas sus secreciones.

-Antes de tantas escrupulosidades, quisiera saber su nombre. –Dijo atento Quimey.

-¿Mi nombre?, cuando una se envenena en miserias, el nombre, el buen nombre es lo primero que se pierde, luego el apellido del padre, el cariño de la madre, el aprecio del prójimo. –Describía la mujerzuela sin un ápice de vergüenza. –Ciudad abajo me dicen condená, así llaman a todas las damas que como yo caemos en desgracia. También nos llaman así los hombres pulcros que no toleran la soledad nocturna y nos vienen con regalos y promesas.

-Ya que lo menciona señora, vengo a pedirle más que el fuego de su brasa. –Le explicó Quimey, buscando un respaldo jurídico en su formalización verbal para las propuestas decentes a esa hora, en lugares poco transitados. –Hemos convenido con una amistad estrechar una relación lúdico-mercantil, de resultados fortuitos, bajo la carátula de apuesta, según lo regla la ley ocho cuarenta y dos, inciso cuatro, en el apartado referente a las buenas costumbres en el ámbito privado, jugar por quién se acuesta, por un periodo prudencial de tiempo, con la mayor cantidad de espectros.

-Ah sí, ya había escuchado sobre esa apuesta. Perdona si ya lo hice con tu adversario, es que los músculos de alta definición me pueden. –Respondió la señora mayor, entre la niebla que iba humedeciendo la calle, y aprovechó la disminución visual para dar maña a la entrepierna del Laboraterista.

-Sin embargo, honesta ciudadana, el reglamento no tiene jurisprudencia sobre compartimientos de este tipo, por lo que la contabilidad es siempre positiva, aunque exista cierta concordancia en los haberes. –Se defendió Quimey que no quería dar su brazo a torcer.

-Disculpe joven si algo de su tramoya legalista me huele a trampa. –Siguió mientras se aventuraba pantalones adentro en su expedición al pene que acumulaba sangre y semen en su movimiento aéreo.

-Los juegos contienen algunas ambigüedades, donde la flexibilidad de la ley que la rige, puede ser un poco trastocada, sin que por ello pierda su naturaleza permisible.

-De todas maneras, a mi no me importa si es o no correcto. -Continuó así, hablando con su tonada neutral sin parar de acariciarle la verga con delicadeza, con la experiencia que toda esa vida tenía encima. Quimey traspiraba sudor, esperma y saliva por todas partes. -Te ves tenso flaquito, ¿nunca estuviste con una señora bien? –Y la señora bien le tomó con la diestra la mano totalmente empapada del Laboraterista y la hizo frotar por su pecho, que parecía una pasa de uva de lo envejecida, para luego tomarle la otra mano y hacerle descubrir que no llevaba más ropa interior que sus muslos arrugados, oxidándose sobre la vulva reseca, que al tacto sabía a queso roquefort. Así pasaron sus momentos, él ya bastante agitado, ella recién si comenzaba. Luego, con un movimiento más veloz de lo que se le podría admitir a semejante ancianita, que al parecer iba envejeciendo al pasar la noche, derrumbó a Quimey, dejándolo de rodillas, para que oliera el requesón balsámico que escondía debajo del vientre. El Laboraterista entonces alargó la lengua lo más que pudo, esquivando todas esas montañas de piel que le impedían el paso, hasta llegar a ese sabor tan particular, que lo dejaba sediento de lo seco que estaba. Según se podía estimar, la vieja no le gustaba la labor empeñada por nuestro héroe, y lo hizo levantar, con todo y su vestido, que desapareció con el viento, presentándosele en su arrugada desnudez. Quimey no quería creerlo, y con un salto bastante acrobático, la viejecita ató sus piernas en la espalda de él, y los muslos los dejó retozando en su cadera. Con una mano se colgó al cuello de nuestro hombre, y con el otro, le bajó los lienzos y le subió la pija para empalarse mejor en derredor de ella. Con ayuda del poste, porque el Laboraterista a esa altura se caía del cansancio, fue meneando su blanco trasero por la ciudad, mientras su escroto era percutido continuamente por las capas de labios vaginales que por fin se humedecían. La raspadura genital era pavorosa, parecía friccionar contra una lija de carne. La mujer seguía fumando más y más, los pelos crecían blancos, su dientes empezaron a caérseles, y las arrugas semejante a párpados dejaban ,detrás de todo el rimel, los ojos fantasmales que se iban perdiendo, con su piel cada vez más mantecosa. Cuando llegó el climax de la situación, y vomitar la blanca, por un instante, en la suspensión del momento, logró ver el rostro de aquella mujer, y vislumbró a penas como estrella fugaz, toda su belleza de juventud, con sus pasas de uvas crecidas en eminencias de sensualidad, sus ojos rasgados perdiéndose hacia las sienes, el bulto de la boca con su hedor a manjares, la tez suave de sus muslos que perdían fuerzas y comenzaban a deslizarse pantalones abajo, sus caderas cual manzana. La antiquísima condenada, el pútrido vejestorio, por un momento, se convirtió en hada, justo en el momento de la eyaculación, en la pululación de luciérnagas que tosían su brillo nocturno, empolvando con una frágil película de musgo los cuerpos sumidos en la excreción del instante, y, cuando al fin se vació, cuando se desprendió de toda esa adrenalina y toda esa angustia que se momificaba entre sus pliegues, cuando se rindió ante la intemperancia voluptuosa del grito sordo de pasión, de ruptura mántica, de la mandala encajando en su exacta posición ritual, cuando cualquier arrepentimiento sonaba como melodía ajena, como un recuerdo mal grabado, como el cielo que se confundía con el horizonte marítimo, lo cual, pareció tardar siglos, gigantesco relojes de agua, cuando el mundo ocurrió con su vasta completitud, con su inmensidad maravillosa, la hermosísima mujer se hizo arena, se disipó de neblina, perdiéndose sobre la tierra magra. Quimey, estupefacto, se vistió rápido, tomó su bastón, y escapó, como pudo, como todos, sin probar aún su noveno truján.